Propaganda negra: 
¿libertad contra censura?

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Por Marco Antonio Baños* 

La elección presidencial del 2006 generó un intenso debate legislativo sobre la necesidad de acotar o no la difusión de mensajes propagandísticos que incitaran al odio o imputaran conductas delictivas a los adversarios en el marco de campañas electorales. Había entonces argumentos en franca colisión, por un lado los que abogaban por una libertad absoluta en los contenidos de los mensajes políticos y por otro los que consideraban que las llamadas campañas negras o de contraste afectan el entorno deliberativo e informado que requiere la democracia, y que de no establecerse algunos límites o restricciones específicas -por ejemplo en lo relativo al uso de calumnias o insultos genéricos dentro de la propaganda-, se abría la puerta al flujo constante de datos falsos o expresiones desproporcionadas que estigmatizaban a un candidato opositor, afectando el terreno viciado de la competencia, contaminado con engaños efectistas a electores y acudiendo a imputaciones sin sustento sólo por ser rentables en el corto plazo para lastimar la simpatía popular respecto de un partido o candidatura adversa.

Entonces la reforma que modificó el modelo de comunicación política en el 2007 incluyó también elevar a rango constitucional restricciones a denigrar o calumniar en los mensajes de propaganda política, las cuales antes sólo se enunciaban en ley pero no contaban con procedimientos expeditos para detener o sancionar eventuales violaciones de manera oportuna.

El mensaje del legislador era fortalecer la restricción al subirla al texto constitucional y evitar con ello que campañas como la que en el 2006 insistía en que un candidato era un “peligro para México” volvieran a presentarse sin algún instrumento de freno.

Se definió que no habría en ningún caso censura previa ni revisiones de oficio a los contenidos de spots electorales, pero que si algún partido se quejaba (estando al aire los mensajes) por considerar que había denigración o calumnia, entonces la autoridad electoral detonaría un procedimiento sumario de pocos días que pudiera, en su caso, detener la difusión y sancionar al infractor.

Ese diseño generó tensiones entre el 2008 y el 2012, porque todos los partidos usaron las quejas para pedir el retiro de promocionales y todos tuvieron quejas en contra por contenidos que encuadraban o en calumnias (imputar delitos sin comprobar) o en denigración, que es un concepto más general e implicaba análisis caso por caso con valoraciones no siempre contundentes para ir perfilando criterios y fronteras. Denigrar según el diccionario es “deslustrar, ofender la opinión o fama de alguien”, lo que significa que cualquier crítica, tuviera o no un sustento, podría generar la queja por ser ofensiva.

Obviamente no se bajaron o sancionaron todos los promocionales que contenían reproches o cuestionamientos a los opositores en lugar de propuestas propias de cada partido, porque cada caso y queja tenía características diversas, pero la línea de los criterios era frágil en algunos aspectos por la amplitud del concepto “denigrar”, aunque poco a poco se fue depurando la visión de los tribunales y autoridad administrativa.

La reforma del 2014 mandó una señal distinta. Decidió que únicamente debía permanecer en la Constitución una limitante a usar propaganda electoral con calumnias y eliminó el genérico denigrar.

No es lo más adecuado simplificar el debate sobre las restricciones a la propaganda entre dos bandos, por un lado los entusiastas de la libertad y por otro los censores, porque eso ignora que existen candados necesarios para garantizar la libertad de información de electores (incluyendo cualquier crítica), pero también la legítima restricción a no fomentar engaños (imputar delitos que no existen) o asumir que los tiempos del Estado son un mecanismo que debe difundir espionaje ilegal y editado de actores políticos en cada elección.

La tendencia ha sido reducir las limitantes y ante la duda optar por la libertad, en ningún caso con censura previa, siempre con desahogo de responsabilidades ulteriores y administrativas.

Es mucho más objetivo perfilar como restricción contenidos calumniosos, pero la tensión respecto de si cualquier contenido debe fluir en absoluta libertad sigue presente.

Creo que la calidad de la democracia necesita que las restricciones sean objetivas y que prevalezca la libertad como regla, pero también que los actores políticos reconozcan las prerrogativas a las que tienen acceso para difundir masivamente sus ofertas electorales, como un espacio que ellos tienen a disposición pero que en el fondo le pertenece también a los votantes, porque si no colocan ahí información que le permita a la ciudadanía conocer sus propuestas y llenan esos mensajes con insultos o imputación de delitos no comprobados a sus opositores, se distorsiona la posibilidad de deliberar y en cambio se alimenta la descalificación efectista.

*Consejero electoral del Instituto Nacional Electoral.

vía El Economista

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