Por: Redacción
¿Importan los escritores? ¿O tienen que morir para que importen? Tal vez aquí se esconda una pregunta sobre los mecanismos consagratorios a los que responde la literatura pero veo con mayor claridad una preocupación: leer toma tiempo, recurso natural escaso y precioso. Pero igual nos permitimos hacer una pausa para salir a la calle y caminar hasta la librería. En la mesa de novedades, ¿qué encontramos? Es una nueva novela de Roberto Bolaño, quien con quince años de muerto sigue publicando inéditos. La primera línea de la contratapa nos informa que se trata de un “escritor incansable”, pero es que no lo dejan descansar. ¿Qué es esto? ¿Cultura carroñera? ¿Lecturas fúnebres? ¿Es eso lo que alimenta la pira del presente? La pregunta se hace a la sombra de dos muertes que sucedieron esta semana, la de Nicanor Parra y la de Ursula K. Leguin. Me encantaría dedicar este espacio para hablar, con autoridad, sobre la importancia de sus obras, pero además de que ya se escribieron todos esos textos, ni tengo la autoridad ni es la cuestión. Hay que aclararlo porque ésa parece ser, siempre, la cuestión: cada que muere un escritor una vocecita desesperada –la de los lectores, especie en extinción– sale no sólo para recordarnos que los escritores importan sino también para cometer algunos crímenes (como compartir la fotito in fraganti con el recién finado).
El tiempo vuela, amiguitos, uno deja la universidad y pronto descubre que ya no puede leer un libro diario y que, fuera del aula, sólo se discutirán a ciertos autores en 1) sus aniversarios; 2) la rara ocasión de que sean parte de un escándalo; 3) el momento de su muerte. Hay una razón para esto, claro, y es que tenemos muchas otras cosas que discutir y todas han desplazado a la palabra escrita de su antiguo centro (por cierto, ¿cómo van sus quinielas para los Oscar?). Alguna vez leí, tal vez porque el libro era una novedad o porque se cumplían cinco años de haberse publicado, que estamos en una época postalfabética. Ya es una obviedad decirlo (y seguro hay un meme para ilustrarlo) pero cada vez que una oleada de artículos aparece para “despedir” al autor que ha muerto, me temo que también se despiden del momento en que valía la pena discutirlos al margen de la coyuntura fúnebre.
La cultura necrológica es uno de los varios costados siniestros de la aceleración informática pero tiene un extraño efecto en la literatura. ¿A saber? Intenta hacer de esta disciplina artística una arena más del espectáculo, una esfera muy viva y dinámica, cuando ya formaba parte de la cultura triste y melancólica que nos prepara, festivamente, para la muerte. Leer siempre ha costado trabajo y tiempo, de allí que sólo pueda traducirse en la transmisión instantánea a través de ciertas categorías (incluyendo las melosas despedidas para los finados, pero también las celebraciones por premios –que a nadie le importan– o la atención a escritores noveles –que aún no se la merecen). Lo más raro de las despedidas fúnebres literarias es que a menudo se leen como si con la muerte del autor hubiesen desaparecido también sus libros o, peor, la posibilidad de releerlos. Uno escribe porque la perspectiva mortal lo obliga, pero la cultura contemporánea nos dice otra cosa, de quien escribe y reflexiona sólo es significativa su muerte.
Ars longa, vita brevis.
Vía: Sopitas